Hoy, 13 de octubre, nuestro monasterio conmemoró, por vez primera, el recuerdo de los monjes del monasterio hermano de Monserrat, Cataluña, España, que sufrieron el martirio durante la persecución religiosa que fue parte de la Guerra Civil Española de los años 30. Parte de la historia de los acontecimientos y de los sentimientos que despertaron a raíz de este suceso, estuvieron magníficamente asentados en la homilía que el padre abad Humberto Rincón hiciera con motivo de esta celebración martirial. Sus palabras a los hermanos y a la comunidad reunida en la iglesia, se notaron cargadas de profunda admiración y devoción hacia estos hombres que supieron llevar hasta sus últimas y más grandes consecuencias, su bautismo y consagración monacal. Aquí dejamos el texto de la homilía:

Queridos hermanos y hermanas: durante una semana nos hemos estado preparando para esta celebración de la memoria de los beatos mártires de nuestro monasterio hermano de Montserrat, en Cataluña, España.
Hace tres años recibimos el regalo de parte del abad Manel Gasch, de las reliquias correspondientes a 11 de los 20 monjes de ese monasterio asesinados por odio a la fe en la Guerra Civil española del siglo pasado (1936-1939).
El 18 de julio de 1936 cuando estalló la guerra, el monasterio constaba de 180 monjes, a los que se añadían 60 niños y jóvenes colegiales y de la escuela de música o escolanía. En total 240 personas.
Inmediatamente comenzó la evacuación del monasterio: podía ser atacado, quemado, o apresados todos juntos fácilmente. Cada uno buscó la manera de huir: unos caminando por la montaña, otros en vehículos que se prestaron a llevarlos con retenes o controles permanentes por los pueblos por donde iban pasando, luego tomaban el bus o el tren con requisas e interrogatorios intimidantes. Y encontrar refugio, no era nada fácil. Hasta los mismos familiares los evitaban para no comprometerse.
En el relato del martirio de cada uno de los 20, quedó bien claro que su único delito fue ser monjes de Montserrat, cuando en el interrogatorio del allanamiento de la vivienda donde estaban escondidos, o en el retén que encontraban en su camino de huida, les preguntaban quiénes eran, respondían sin ambages: “soy monje de Montserrat”. Eso era motivo suficiente para ser encarcelados o conducidos inmediatamente a su ejecución.
Monje de Montserrat, significaba ser cristiano, católico. Significaba profesar la fe en Jesucristo viviendo como religiosos.
Aquí tenemos entonces las reliquias de 11 de ellos: son partículas de su cuerpo inmolado por la fe en el Señor. Plenamente identificados al terminar la guerra, porque habían recibido sepultura identificable, o reconocidos en fosas comunes posteriormente. De otros no se pudo conservar sus cadáveres porque una vez asesinados fueron quemados.
Qué emocionante poder estar conectados físicamente con ellos a través de esos trozos de hueso que contiene el relicario de cada uno. Estamos unidos a ellos no solo espiritualmente, sino físicamente en contacto con una parte de ellos que quedó después de su inmolación.
Ellos también nos dejaron su palabra:
El beato P. Fulgencio Albareda, dirigió estas palabras a los tres monjes que estaban refugiados con él: «¡Ánimo! Dijimos a Jesús que lo amábamos cuando profesamos; ahora ha llegado la hora de demostrar que lo amamos de verdad, yendo, si es necesario, a morir por él».
Murieron en el seguimiento de Cristo, configurados con su muerte cruenta, con rostro sereno, sin titubear, convencidos de que el justo vivirá por su fe y puestos en las manos del Padre Dios.
2. San Pablo comienza su carta a los Romanos presentándose como “siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación”. En estas palabras encontramos una clave profunda para comprender también la vida de los Beatos Mártires de Montserrat: hombres que, desde su juventud, se ofrecieron como “siervos de Cristo” en el silencio del monasterio, y que sellaron su fidelidad con la sangre del martirio.
3. El Apóstol habla de la “gracia del apostolado”, y en los monjes mártires esa gracia tomó la forma de una fidelidad sencilla y radical. No fueron enviados a predicar a tierras lejanas, sino a ser signos vivos del Evangelio en la oración, la fraternidad y la adoración. Pero cuando llegó la hora de la prueba, su silencio se transformó en testimonio, su claustro en Calvario, su oración en ofrenda.
4. El Evangelio de hoy denuncia a una generación que pide señales. Jesús responde que sólo se le dará “el signo de Jonás”: el signo del profeta que fue tragado por la oscuridad del pez y salió vivo, como imagen de la Pascua. Los mártires de Montserrat son también “signo de Jonás”: en medio de una época de odio y confusión, fueron engullidos por la violencia, pero su fe no murió; resplandeció con fuerza pascual.
Ellos no hicieron discursos: su fe silenciosa fue su palabra, su perdón fue su milagro, su muerte fue su resurrección.
En su testimonio vemos que el Evangelio no necesita demostraciones espectaculares. El signo que Dios ofrece al mundo sigue siendo el amor fiel hasta el extremo. La historia de los mártires de Montserrat es un llamado a nosotros para no avergonzarnos de Cristo ni del Evangelio, incluso cuando la fe parezca incomprensible o inútil ante el mundo.
Ser cristiano hoy —como en tiempos de persecución— implica creer que la victoria no está en imponerse, sino en permanecer fieles. Los mártires benedictinos nos enseñan que la vida contemplativa no es evasión, sino una forma heroica de servicio, porque desde la oración se sostiene la fe de la Iglesia entera.
5. Pasemos ahora a la mesa de la Eucaristía, de la acción de gracias por la entrega del primer mártir, del primer testigo del Dios amor, Jesucristo nuestro Señor. Celebramos que él está vivo, que triunfó sobre la muerte y vive resucitado, y por eso puede comunicarnos su vida a través de la Palabra que hemos escuchado, y del sacramento que vamos a celebrar. Vamos a comer en este banquete el mejor alimento: cuerpo entregado, amor sin límites, y sangre derramada para la salvación de todos.
H.R.F.
Guatapé, octubre 13 de 2025

